Al llegar a Loukolela el cuadro de chozas y palmeras que veía desde el río comenzó a cobrar vida y decenas de personas vinieron a recibirnos a la orilla.
En el río Congo, el horizonte se ampliaba a lo lejos fundiéndose cielo y agua en un beso interminable.
El ministro nos dejó su potente lancha motora. Cada vez que se ponía en marcha pegaba un violento respingo, el morro se elevaba y enseguida empezaba a coger velocidad.
Por la noche, el sol se resistía a dar su último suspiro y emitía un rayo, soberbio y potente, cuyo fulgor atravesaba el río como un camino de oro.
Amable hablaba como si quisiera llevar el progreso a aquel rincón miserable del planeta. ¿Por qué lo hacía? ¿Qué le movía a sacrificar su vida a cambio de nada?
Debajo de una ceiba, el jefe del poblado nos contaba historias de los hombres blancos que llegaron hace siglo y medio y encontraron un mundo más frágil, más débil y más ingenuo.
Mientras la barquita de madera me llevaba a explorar regiones recónditas, el ruido del motor fueraborda me parecía un sacrilegio. Un invento diabólico que vino a romper la magia de una selva congoleña en la que el tiempo se detuvo en la prehistoria.
Los días comenzaban muy temprano en Loukolela. Jolie, la cocinera, solía preparar la mandioca a las seis de la mañana.
Era mi último día en Loukolela y muchos vecinos vinieron a decirme adiós. Los árboles se habían vestido de un gris oscuro como nunca los había visto y el viento soplaba ligeramente silbando entre las hojas.
“Buenos días”, comenzó diciendo el Secretario General del Ministerio de Salud. Después me cedió la palabra. Los ojos de aquellos hombres me miraban con curiosidad.
Primera colección de Dress From Africa. Los vestidos los cosían las mujeres congoleñas que estaban encantadas de recibir un sueldo.
De camino a Maipembe siempre parábamos en Maluku, un pintoresco pueblo de pescadores junto al río Congo con cientos de vendedores ambulantes.
La hermana Teresa Sáez llevaba cincuenta y dos años en el Congo. Había fundado el colegio Heri Kweto, otro de los maravillosos milagros que encontré en aquel país.
Valère había nacido en la selva congoleña. Nuestras vidas habían sido tan distintas que ni la más férrea de las voluntades hubiera sido capaz de cruzar caminos tan dispares.
Los vecinos de Maipembe se fueron acostumbrando a verme comprando pescado en el río Congo. Papá Emmanuel lo cocinaba al atardecer, cuando la luna empezaba a reflejarse en el río.
Bosco me dijo una mañana que me iba a enseñar las tortugas gigantes del Congo.
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